Alrededor de seis mil personas afganas malviven en las instalaciones
construidas para las Olimpiadas de Atenas de 2004. No pueden inscribirse
en el programa de reubicaciones de la Unión Europea porque no se
reconoce la guerra que sufre su país desde hace quince años.
Nourin, Monira y Hadisa en los bajos del estadio olímpico de hockey, en Elinikó.- Ángel Ballesteros
Hibai Arbide Aza
“¿Puedes llevarte a mi bebé a España? Me gustaría
que, al menos él, tenga una oportunidad. Estoy desesperada, no sé qué
hacer. Llevo casi seis meses viviendo en este campo de refugiados. No
puedo salir de Grecia y no puedo volver a Afganistán. No sé qué hacer,
no quiero esto para mi hijo”. Pronuncia las palabras con su bebé en
brazos, sentada en las gradas del estadio de hockey hierba de las
Olimpiadas de Atenas de 2004. Este estadio fue uno de los muchos que
quedó abandonado tras las olimpiadas. La mayoría de las instalaciones
deportivas fueron diseñadas por Santiago Calatrava y costaron más de
once mil millones de euros. Los juegos más caros hasta la fecha. La
comisión parlamentaria para la verdad sobre la deuda sostiene que las
obras faraónicas para los Juegos Olímpicos fueron un factor clave en la
crisis de la deuda griega que se desató pocos años después.
Desde febrero, el estadio de hockey, el estadio de
baseball y la terminal del antiguo aeropuerto forman el campo de
refugiados más grande de Grecia. Tiene capacidad para albergar a seis
mil personas; sus condiciones son pésimas. Desde el pasado febrero, en
Grecia se han inaugurado cuarenta y ocho campos de refugiados. En este
sólo viven personas con nacionalidad afgana.
Al lado de la mujer que hace esa petición desesperada está Hadisa.
Igual que ella, es afgana y tiene 30 años. Es madre de dos hijos; el más
pequeño acaba de cumplir siete meses. Viste camisa beige, pantalones
anchos marrones, gafas metálicas y un velo verde pistacho del que asoma
un poco el flequillo.
“Llevo casi seis meses viviendo aquí [en el campo de
refugiados de Elinikó]. Hay muchos problemas para los niños. No sólo
para los niños; para los hombres, para las mujeres, para todos…”, dice
en un inglés imperfecto. Hace un silencio y le pide a Monira que le
traduzca del farsí para expresarse con mayor soltura. Monira tiene
quince años, aunque aparenta más. Habla inglés correctamente aunque le
gustaría perfeccionarlo en Canadá. Sueña con ir allí con su familia: “Me
gusta su cultura, los paisajes que he visto en fotos, la manera en la
que están acogiendo refugiados. Ojalá pueda volver a estudiar allí”,
dice con una sonrisa. Es uno de los pocos momentos en los que sonríe; el
resto del tiempo habla rápido, con entonación plana y gesto preocupado.
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