viernes, 16 de septiembre de 2016

La desesperación de las refugiadas en los campos de Grecia

Alrededor de seis mil personas afganas malviven en las instalaciones construidas para las Olimpiadas de Atenas de 2004. No pueden inscribirse en el programa de reubicaciones de la Unión Europea porque no se reconoce la guerra que sufre su país desde hace quince años.


Nourin, Monira y Hadisa en los bajos del estadio olímpico de hockey, en Elinikó.- Ángel Ballesteros

Hibai Arbide Aza

“¿Puedes llevarte a mi bebé a España? Me gustaría que, al menos él, tenga una oportunidad. Estoy desesperada, no sé qué hacer. Llevo casi seis meses viviendo en este campo de refugiados. No puedo salir de Grecia y no puedo volver a Afganistán. No sé qué hacer, no quiero esto para mi hijo”. Pronuncia las palabras con su bebé en brazos, sentada en las gradas del estadio de hockey hierba de las Olimpiadas de Atenas de 2004. Este estadio fue uno de los muchos que quedó abandonado tras las olimpiadas. La mayoría de las instalaciones deportivas fueron diseñadas por Santiago Calatrava y costaron más de once mil millones de euros. Los juegos más caros hasta la fecha. La comisión parlamentaria para la verdad sobre la deuda sostiene que las obras faraónicas para los Juegos Olímpicos fueron un factor clave en la crisis de la deuda griega que se desató pocos años después.

Desde febrero, el estadio de hockey, el estadio de baseball y la terminal del antiguo aeropuerto forman el campo de refugiados más grande de Grecia. Tiene capacidad para albergar a seis mil personas; sus condiciones son pésimas. Desde el pasado febrero, en Grecia se han inaugurado cuarenta y ocho campos de refugiados. En este sólo viven personas con nacionalidad afgana.

Al lado de la mujer que hace esa petición desesperada está Hadisa. Igual que ella, es afgana y tiene 30 años. Es madre de dos hijos; el más pequeño acaba de cumplir siete meses. Viste camisa beige, pantalones anchos marrones, gafas metálicas y un velo verde pistacho del que asoma un poco el flequillo.

“Llevo casi seis meses viviendo aquí [en el campo de refugiados de Elinikó]. Hay muchos problemas para los niños. No sólo para los niños; para los hombres, para las mujeres, para todos…”, dice en un inglés imperfecto. Hace un silencio y le pide a Monira que le traduzca del farsí para expresarse con mayor soltura. Monira tiene quince años, aunque aparenta más. Habla inglés correctamente aunque le gustaría perfeccionarlo en Canadá. Sueña con ir allí con su familia: “Me gusta su cultura, los paisajes que he visto en fotos, la manera en la que están acogiendo refugiados. Ojalá pueda volver a estudiar allí”, dice con una sonrisa. Es uno de los pocos momentos en los que sonríe; el resto del tiempo habla rápido, con entonación plana y gesto preocupado.

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