Pikara Magazine 03/03/2017
realcionado: gay, LGTB, maricas, Marsha P. Johnson, Stonewall, Sylvia Rivera
http://www.pikaramagazine.com/2017/03/abstenerse-locazas/
realcionado: gay, LGTB, maricas, Marsha P. Johnson, Stonewall, Sylvia Rivera
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Que tire la primera
piedra la que jamás ha llamado loca a un maricón. El que al ver esa
feminidad impostada, teatral, casi paródica, no se ha sentido
silenciosamente cómodo. Cómodo, porque cuando lo artificial se hace
explícito, lo escondido (pero igualmente artificioso) se disfraza de
natural. Performar el género conscientemente y en todo su espectro es mi
acto de resistencia favorito. De resistencia y de ataque. Estoy fuera
de mí y, por ello, me llaman “loca”.
Texto: Asier Santamari(c)a
Ilustraciones: Adrián Pinilla
Siempre me fascinó la figura del loco en la literatura. Ese ser
ambiguo y deformado al que nadie toma en serio y que utiliza el
desprecio colectivo para decir lo que nadie puede. Todo su discurso es
rechazado por el filtro de la cordura impuesta. Loco es el que hace locuras. Loca, la que hace mariconadas.
Y si, como decía Foucault, el loco es el mayor cuestionamiento a la
razón, entonces la loca es el mayor cuestionamiento al
heteropatriarcado. Pobre heteronorma, que sin saberlo, nos empodera al
insultarnos.
Me encanta ser marica. Y cada vez más. Desde la marginalidad
de mi identidad, me permito a mi misme berrear contra un sistema que me
quiere dócil, musculado, masculino y casado. Y lo hago saboreando mi subversión, gastando el dinero del gym en viajes, poniéndome pelucas y follando con amantes en vez de con novios.
Nací en el 95 y, a diferencia de muchas otras que vinieron antes de
mí, siempre supe lo que era un homosexual. Encendía la televisión y
podía buscar referentes. Sin embargo, la aparente visibilidad ocultaba
un mensaje, no tan explícito, pero igualmente imprimado. “Tu sexualidad
no te define. Tan sólo eres un hombre que se acuesta con hombres. Eres
normal”.
No fue hasta hace un par de años que se saltaron las costuras de mi
traje de homosexual. Leyendo a Preciado, descubrí que esta palabra,
aparentemente neutra y amable es, en realidad, una categoría
médico-jurídica, surgida a mediados del Siglo XIX. La identidad
homosexual surge en el contexto de un nuevo discurso sexual en el seno
de una sociedad capitalista e industrial en la que los individuos debían
ser categorizados en torno a su capacidad reproductiva, y dado que dos
peras, o dos manzanas, nunca dan lugar a más trabajadores precarios, nos
fue asignada esa identidad. Los antiguos griegos no eran homosexuales.
Intentar utilizar este término para describir sus prácticas y afectos es
tan estúpido como erróneo. ¿Y mi identidad? ¿Y mis prácticas y afectos?
¿Verdaderamente iba a permitir que juristas y clínicos de hace
más de 300 años les pusieran un nombre adscrito a mi capacidad
reproductiva?
Sintiéndome traicionado, empecé a buscarme de nuevo y comencé mis
andaduras en el activismo LGTB. En esos lugares descubrí que el vestido
de Gay sí que me entraba, porque ésta etiqueta es política y subversiva,
producida por mujeres trans, putas, chaperos, travestis y minorías
étnicas en Estados Unidos. Todas ellas, conmigo, unidas y en formación
de ataque. Gay y homosexual no son sinónimos de la misma forma que
“Discapacidad” y “Diversidad funcional” no expresan palabras, sino
conceptos antagónicos. Uno, médico-jurídico; otro, subversivo y
empoderante. Pero gay es una palabra tan bella como desvirtuada.
Atrás ha quedado la guerra de Stonewall, o Sylvia Rivera o Marsha P.
Johnson, o tantas otras locas anónimas que fueron encarceladas,
torturadas y violadas. Ahora hay gays sentados en congresos y
oficinas, gobernando sobre los úteros de las mujeres y mandando tropas a
Siria. Funcionarios homosexuales que nos hacen creer que el matrimonio
igualitario es el último lugar de nuestro activismo, y que en un
insultante ejercicio de cinismo, invitan a sus bodas a los mismos
compañeros de partido que votaron en contra de que ejercieran ese
derecho. No. Este traje no puede ser el mío.
Recuerdo ahora una de mis primeras excursiones al ambiente. Aún
menor, rezumante de feromonas, acabé hablando con un chico en la barra
de un bar. Tras intercambiar teléfonos y un par de besos cómplices, se
levantó y descubrí sendos tacones en sus pies. Me sentí humillado. “Me
gustan los hombres”, me repetí a mí mismo durante todo el viaje de
vuelta. Al llegar a casa, me escribió. Nunca llegué a contestarle.
Dice el funcionariado homosexual que la normalización es la meta. Y
lo dice no solo con su discurso, sino con sus prácticas, afectos e
identidades. “No me gustan las locas” o “Gente masculina y
normal” son dos mantras que religiosamente se recitan en chats,
aplicaciones de citas o barras de bar. Sexualidades basadas en
la genitalidad que intentan implantar en el culo del pasivo una vagina
disfuncional, y en su cuerpo, un amago de mujer. La normalización de la
identidad homosexual en este sistema pasa necesariamente por replicar
roles heteropatriarcales, con la particularidad que la transfobia
estructural y la misoginia genera. La masculinidad es una vez más la
identidad válida y legítima, mientras que la feminidad, la mariconada,
ya no es sólo expresión de sumisión; es también, y sobre todo,
artificio.
Es ahora, perdide entre estos desvaríos transfeministas, cuando me
reencuentro con esa figura del loco y vuelvo, feliz, a la marginalidad
que nos parió a todas. Después de matar al homosexual y llorar sobre la tumba del gay normalizado, me supe Marica. Y en este nuevo disfraz, os grito a todas: ¡QUE VIVA LA LOCA!
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