NAIZ 25/06/2017 REPORTAJES mujeres transexuales
La figura de un hombre maduro que se afirma como mujer transexual,
y a veces además lesbiana, cuestiona muchas normas establecidas,
produciendo a menudo rechazo e incomprensión. El imaginario colectivo
carece de referentes positivos, sobre todo en el caso de las personas
que transitan ese camino siendo ya adultas.
Yo era más hombre que muchos de los hombres que
andan por la calle. Un verdadero macho que sabía imponerse, con un cuerpo digno
de un culturista y los brazos tatuados. Jamás me sentí atraída por los chicos.
Siempre me han gustado únicamente las mujeres». Zenia tenía 5 años cuando por
primera vez le pusieron una falda. Alguien trajo ropa para su hermana pequeña y
ella sirvió de modelo. Lo pasó en grande. No entendía por qué tuvo que quitarse
la falda antes de que su padre volviera del trabajo, pero comprendió que solo a
escondidas podría sentirse otra vez feliz.
Zenia creció en un barrio en el que las disputas
se resolvían a menudo a golpes. Tenía que saber defender su terreno. Pero la
lucha más difícil fue la que llevaba dentro, contra la mujer interior que no
quería irse. Se enamoró a los 18 años. Pensó que todo iba a ser «normal», pero
la mujer que tenía dentro volvió a la carga. Decidió presentársela a su novia y
poco a poco la incorporaron a la vida de pareja.
De cara a la sociedad ella era Álex, conductor de
excavadoras. En casa surgía Zenia, vestida con sus prendas de chica. «Yo me
sentía muy bien con esa ropa. Pero el mundo exterior te manda otro mensaje. Te
hace pensar que es algo malo y finalmente dudas de ti misma», explica.
«Muchas mujeres transexuales adultas viven
todavía como hombres de cara a la sociedad –explica Rosa M. Almirall,
ginecóloga y cofundadora de Trànsit, un servicio que se creó en Barcelona en el
2013 para asistir a las personas transexuales–. En su adolescencia ni se
planteaban que algún día podrían vivir de acuerdo con su verdadero género.
Asociaban la transexualidad a la marginación, la prostitución o la enfermedad.
Estas mujeres han hecho todo un desarrollo profesional y familiar asumiendo el
papel masculino. Pero en su intimidad, buscan momentos que les permitan
expresar su feminidad y durante años conviven con los dos roles, hasta que
llega un momento en que la necesidad de afirmarse es imparable».
Zenia: «Una voz me dijo ‘¡Mátate!’». En
Zenia, esta doble vida desató una espiral de sentimientos muy contradictorios.
El bienestar que le procuraba la ropa femenina se entremezclaba con una
sensación de culpa: «Intenté hacerme aún más machote. Me tatué los brazos y me
dejé perilla. Quería asegurarme de que cuando me pusiera un vestido vería que
no cuadraba con mi cuerpo. Que yo era todo un hombre y debía quedarme con eso y
seguir tirando».
Un día, mientras conducía la excavadora, se oyó
decir a sí misma: «¡Mátate!». Fue el detonante y entendió que tenía que hacer
algo. La psicóloga le recetó pastillas contra la depresión. Dos años más tarde,
Zenia seguía sin entender lo que le pasaba y, aunque oyó hablar de mujeres
transexuales, no se identificaba con ellas. A ella le gustaban las chicas. Un
artículo en internet le abrió los ojos: «Por primera vez leí que una mujer
transexual puede también ser lesbiana. ¡Finalmente las cosas encajaban!». El
sentimiento de culpa iba desapareciendo y Zenia empezó a disfrutar realmente de
su feminidad. A veces iba a casa de su amiga Yolanda, con ropa femenina en una
bolsa. «Me cambiaba allí y pasábamos el tiempo charlando. La primera vez que le
expliqué lo que me pasaba se levantó y me trajo ropa suya».
Cuando sufrió un accidente laboral, se dijo que
había llegado el momento de las decisiones. Tomó un mes para reflexionar sobre
su vida y se fue a una ciudad donde nadie la conocía. «Por la noche, vestida de
mujer, paseaba por las calles para ver cómo me sentía –explica–. Y entendí que
no podía fingir más ser un hombre». De vuelta a Barcelona descubrió EnFeme, un
espacio privado donde personas como ella pueden expresar su género sin sentirse
juzgadas. Allí también conoció a Soraya, una psicoterapeuta que le ayudó a
tomar confianza en sí misma. Poco después Zenia empezó el tratamiento hormonal.
El primer golpe vino desde la Unidad de Trastorno
de Identidad de Género (UTIG), donde acudió porque quería seguir su tratamiento
bajo el control de un endocrinólogo. Necesitaba también un informe de un
psicólogo para poder cambiar su DNI. «Después de quince minutos de entrevista,
la psicóloga me diagnosticó como travesti-fetichista, solo porque le dije que
tenía novia. Me negó todo lo que le pedía. Yo ya sabía muy bien quién era pero,
incluso así, salí a la calle muy afectada».
El largo y duro camino legal. La
experiencia de Zenia no es algo aislado, es una situación que los colectivos
transexuales denuncian desde hace tiempo. Incluso aunque desde el 2007 las
personas trans pueden cambiar su DNI en el Estado español sin necesidad de
operarse, la ley mantiene un procedimiento psiquiátrico y psicológico
obligatorio para otras etapas de la transición. Para poder cambiar el carnet de
identidad, acceder a las hormonas o someterse a una operación es necesario
obtener un diagnóstico de disforia de género. Según los colectivos
transexuales, para elaborar esta diagnosis se usan criterios muy rígidos que
definen de antemano un ideal transexual y la realidad de trans, dicen, es tan
diversa como la de cualquier otro grupo humano.
«Hay un abanico de posibilidades de cómo puedes
ser, desde un hombre supermacho hasta una mujer superfemenina –explica Zenia–.
¿Por qué yo tengo que elegir entre los dos extremos? A mí me apetece quedarme
en una de las escalas intermedias. Me gustan las chicas y estoy orgullosa de mi
identidad transgénero. Disfruto de lo que tengo femenino y me perdono mi lado
masculino. ¿Por qué tengo que pensar que es un problema?».
Zenia pudo cambiar sus papeles y acceder a las
hormonas gracias a la ayuda de Trànsit, pero en localidades donde no existe un
servicio similar las mujeres trans todavía tienen que someterse a procedimientos
psicológicos obligatorios. «El carácter obligatorio de las evaluaciones
psicológicas no tiene ningún sentido –subraya Rosa Almirall–. De las personas
adultas que acuden a Trànsit, solo un 20% pide un acompañamiento psicológico
durante la transición. La gran mayoría tiene muy claro quiénes son y para ellas
la evaluación obligatoria resulta muy penosa».
Gracias a la lucha de los colectivos trans, las
cosas empiezan a cambiar poco a poco. «En Catalunya, el departamento de Salud
anunció en octubre pasado que se adoptará un nuevo modelo de atención a las
personas trans –explica Eric Sancho, de Generem!, asociación creada en
Barcelona en el 2015–. El cambio incluye, entre otros, que no se hará ningún
examen psicológico obligatorio. Ahora es cuestión de determinar el protocolo e
implementarlo».
A nivel estatal, a principios de mayo se aprobó
en el Congreso un proyecto de la ley de igualdad LGTBI que va en la misma
dirección. «Es importante –subraya Eric Sancho– por si hubiera un cambio de
Gobierno, porque los partidos ya se han comprometido».
Pero otros cambios son también necesarios. «Hace
falta quitar todos los estigmas y estereotipos sobre las mujeres transexuales,
que existen también entre los profesionales de salud –matiza Almirall–. La
transexualidad puede aparecer en cualquier familia, independientemente de su
estatus social, religión o posición política. Cualquier persona se puede
encontrar con alguien que quiere hacer la transición. Otra cosa es que se
atreva a decirlo. Hay todavía mucha gente escondida».
Tina: «Estoy aquí dentro, ¡sácame de
aquí!». Tina también pasó gran parte de su vida luchando contra su
feminidad interior. Hoy tiene 48 años. «Cada momento de mi vida iba acompañado
de la idea de no estar en mi papel –explica–. Es como si alguien te hubiese
puesto frente a una película: sabes que estás dentro, pero es como si mirases
una película. Estás siguiendo un guion que no es tuyo. Hablaba con la gente y,
mientras les escuchaba refiriéndose a mí en masculino, una voz dentro de mí
decía: ‘¡Que soy yo! ¿No lo ves? Estoy aquí dentro, ¡sácame de aquí!’».
Un día, siendo todavía adolescente, grabó un
mensaje en una casete, copió el contenido en un papel y escondió ambos de
manera que cualquiera hubiera podido encontrarlo. «Quería que alguien lo oyera,
lo leyese, y que ‘la bomba’ explotara. No pensé en lo que iba a pasar después.
Solo quería que esto saltase ya y no encontraba otra manera».
Pero la bomba no explotó y Tina tuvo que guardar
su secreto muchos años más. Se enamoró a los 18 años y también pensó que todo
se iba a arreglar. Pasaron dieciséis años, un divorcio y otra relación. La
sensación de que algo no cuadraba volvía cada vez con más intensidad y la mujer
que llevaba dentro buscaba una salida. A veces, Tina imaginaba cómo podía ser
su vida si dejara libre el ser que vivía en su interior. Pero el horizonte se
llenaba rápidamente con los peores presagios: prostitución, marginación: «No
tenía ninguna gana de ser prostituta ni de divertir a la gente. Quería mantener
mi vida y mi trabajo. Solo quería liberarme de este cuerpo que no era mío».
Muchas mujeres trans prefieren aparcar su
transición por miedo a perder su trabajo: el proceso puede durar hasta cuatro
años y, durante este tiempo, temen ser expuestas al rechazo. Otras optan por
iniciar el tratamiento cuando, por ejemplo, están en paro, sin que nadie lo
sepa y así poder construir de cero una nueva vida. Encontrar un trabajo después
ya es otra cuestión, dado que la transfobia es muy aguda en el mundo laboral.
La Federación Es&bs;pañola de Lesbianas, Gais, Transexuales y Bisexuales
estima que el colectivo acusa una tasa de paro de entre el 60% y el 80%.
A Tina un problema de salud le hizo replantearse
su vida. Tenía 41 años y se dio cuenta de que le podía pasar cualquier cosa en
el momento menos esperado y no quería llevarse su secreto a la tumba. Sabía que
la transición iba a ser dura y decidió buscarse «aliados». En cada entorno
eligió a una persona a la que se sentía más cercana y habló primero con ella.
«Tina me invitó un día a casa a tomar café –recuerda Mari Carmen, una de sus
vecinas y su gran amiga– y, con su aspecto masculino, me dijo que, en realidad,
era una mujer. Mi primera reacción fue mirar alrededor, por si había una cámara
escondida por algún lado».
Aunque hoy lo recuerdan entre risas, al principio
cada una de estas discusiones requería mucho valor por parte de Tina. «Hace
falta mucha fuerza para imponer al mundo tu verdadero yo. Nadie te apoya, nadie
te ayuda y hay muchas que terminan suicidándose. Hace dos años estuve en el
entierro de una amiga. Oficialmente era un hombre de 68 años que se colgó y no
es verdad. Era una mujer transexual pero nadie lo sabrá jamás».
Faltan todavía muchas cosas para que la situación
de estas mujeres mejore. Tener más referentes positivos es seguramente una de
ellas. En este sentido, el encuentro con Nati fue decisivo para Tina. «La
conocí al principio de mi transición. Es dueña de una peluquería, vive desde
hace años muy feliz con un hombre y sus mejores clientes son gitanos que
requieren sus servicios para sus bodas. O sea, ¡algo que jamás me iba a
imaginar!».
Hace ya 26 años que Tina trabaja en la misma
empresa. Desde hace más de un año, como agente cívico (servicio de apoyo a la
Policía) recorre los barrios más turísticos o problemáticos de Barcelona. «La
gente sigue pensando que una mujer transexual sirve solo para una cosa. Por eso
me da tanta satisfacción llevar ahora mi uniforme, para que vean que no estamos
en la calle solo para dar precios». Otro freno muy importante que impide a
muchas mujeres trans empezar su transición es el miedo a perder a su familia.
«La mayoría de parejas de estas mujeres tienen un imaginario muy negativo sobre
la transexualidad. A menudo, de entrada, lo rechazan –explica Almirall–. En
cuanto a los niños, no todos lo saben y entre los que están al tanto de la
situación, solo un 5% la acepta».
Carol: «Fue una suerte que lo entendiese
estando jubilada». Carol tiene 71 años. Cuando decidió «salir del
armario», de un día para otro se vio en la calle con dos maletas en la mano.
Cuarenta años de matrimonio se terminaron con un divorcio en cuestión de días.
Desde fuera, la vida de Carol parecía
solucionada: dos hijos, una casa grande, piscina privada y coches de
competición. Trabajaba como comercial de ventas en la empresa de su suegro y,
poco a poco, subiendo escalones, llegó a ser director general del consejo
administrativo. Pero en su interior la necesidad de afirmar su feminidad crecía
con el tiempo. Hasta que llegó un momento en que no pudo más: «Es como con el
champán. Cuando sacas el corcho todo explota con fuerza y no lo puedes parar.
Estuve toda mi vida viviendo con la creencia de que era un bicho raro. Pero
cuando entendí quién era, ya no podía dar marcha atrás».
Desde muy pequeña Carol sentía atracción por la
vestimenta femenina y, cuando se quedaba sola en casa, corría a probarse las
prendas de su madre y su hermana. Mientras duró su matrimonio se compraba la
ropa a escondidas. Poco a poco empezó a contárselo a su mujer. «Ella no estaba
de acuerdo ni lo entendía, pero lo toleraba mientras que, de cara al exterior,
se mantuviera el secreto. Todo cambió cuando decidí hacer la transición»,
cuenta. Empezó el proceso hace apenas siete años. ¿Por qué tardó tanto? «Me
tocó vivir mi juventud en un ambiente cerrado y muy fascista. Yo misma no sabía
lo que me pasaba. E incluso si era el caso, ¿a quién hubiera podido decir que
era una mujer transexual? En el mejor de los casos te daban una paliza. En el
peor te metían en una celda para que los hombres disfrutaran contigo. Dentro de
lo malo, quizás fue una suerte que entendiese todo cuando ya estaba jubilada.
Si hubiera sabido antes qué pasaba conmigo, mi vida probablemente habría sido
muy diferente. Seguramente nunca habría llegado a ser director general y, a lo
mejor, ni siguiera hubiera podido mantener un trabajo cualquiera. Por lo menos
ahora no temo por mi porvenir».
Lina y Ali, más allá del género. Por
suerte no todas las transiciones conllevan rupturas afectivas tan dolorosas. El
ejemplo de Lina y Ali demuestra que es posible dar el paso sin perder la
familia. Ellas se conocieron hace más de 24 años. Hasta hace poco Lina, que hoy
tiene 44 años, cumplía como podía con su papel de hombre y padre. Por dentro,
cuenta, libraba una batalla contra sí misma y solo en carnaval se daba el
permiso de salir a la calle vestida de mujer. Finalmente, un día le explicó a
su esposa que quería hormonarse y empezar un proceso de transición. «No quiero
en mi vida al hombre amargado de antes –dice Ali–. No éramos felices ni
sinceras la una con la otra. Ahora Lina disfruta de una nueva juventud y yo me
siento como si me hubiera dado una nueva vida».
Todavía quedaba contárselo a su hijo. Un día,
mientras Lina jugaba con él, el niño le dio un empujón y, al quejarse, el
pequeño le soltó: «Es que tú eres un poco mujercita». La frase dio paso a una
conversación que siguió con un documental que vieron los tres juntos sobre
transexualidad. «¿Y esto es lo que le ha pasado a papá toda su vida? –suspiró
el niño–. ¡Pobrecito, lo que ha sufrido!».
Hoy viven en armonía y Lina afirma ya plenamente
su verdadero género. «El camino no es fácil, pero tampoco imposible –dice Ali–.
Sé que todavía habrá muchas piedras que evitar y lloros por secar. Pero nuestro
amor me da fuerzas para seguir. Más allá de la apariencia y del género, yo solo
veo en Lina a la persona más importante en mi vida y eso me basta».
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