www.pikaramagazine.com Patricia Simón 16/09/2016
La islamofobia nos desnuda
Reprender públicamente a una mujer en la playa por ir vestida, que unas
autoridades la expongan al escarnio público fomentando
institucionalmente el racismo y la xenofobia, y la multen por no
acogerse a lo que se espera de ella como mujer, es una forma de
violencia de género, con el agravante de que el que criminal es el
propio Estado.
Si mi abuela siguiera viva, seguiría yendo a la playa con sus
vestidos de flores. Seguiría metiéndose en la orilla a jugar con
nosotras muriéndose de la risa por el cosquilleo de las olas, mientras
se le mojaban los bajos de su ropa. Si mi abuela siguiera viva, se
seguiría tapando la cabeza cuando hacíamos matanza –por higiene, sí,
pero también por tradición– y algunas de sus amigas seguirían
cubriéndose la cabeza para ir a misa. Si mi abuela siguiera
viva, ¿sería reprendida públicamente en las playas francesas por ir
vestida a la playa o cubrirse la cabeza en un evento social? ¿O sólo lo harían si fuera musulmana?
Como ciudadana europea y activista feminista me siento profundamente
agredida por la violencia machista que el Estado francés está
infligiendo contra las mujeres musulmanas que van a la playa vestidas.
Porque lo que yo veo en esas fotos no es un burkini como muchos se
empeñan en señalar, es ir vestidas. Aunque tras esas mangas y pantalones
largos pueda haber razones religiosas y culturales atravesadas por el
sexismo y el patriarcado, también lo están la mayoría de las decisiones y
situaciones que cualquiera de nosotras enfrentamos diariamente y no por
ello somos expulsadas de espacios públicos. Por eso, en este caso, al
sexismo se le ha sumado la islamofobia, tan extendida en nuestra
sociedad que permite actitudes y políticas flagrantes que serían
vehemente y mayoritariamente rechazadas si estuvieran dirigidas hacia
minorías como el pueblo gitano, colectivos como el LGTB o las mujeres en
general.
Estas mujeres están siendo perseguidas por ir vestidas a la playa,
como cuando yo decido ir a pasear, a leer, a tenderme y disfrutar del
sol en la cara, o a mojarme los pies, pero no me apetece por las razones
personales que sean, desvestirme. Una decisión tan natural como cuando
decido ponerme un turbante para proteger mi cabello del sol o quedarme
en bañador, bikini, hacer topless, ponerme sólo un tanga o
practicar nudismo –barrera esta última tan sutil que siempre me ha
parecido ridícula la distinción entre playas nudistas y no nudistas–. ¿Me apercibirían también a mí si decido quedarme totalmente vestida o cubro mi cabeza por protegerme del sol?
¿Tendría que enseñar mi árbol genealógico para demostrar que no tengo
ningún antecedente musulmán y librarme así de la multa? ¿Tendré que
explicar las íntimas razones por las que decido no enseñar mi cuerpo?
Reprender públicamente a una mujer en la playa por ir vestida, que
unas autoridades la expongan al escarnio público fomentando
institucionalmente el racismo y la xenofobia, y la multen por no
acogerse a lo que se espera de ella como mujer, es una forma de
violencia de género, con el agravante de que el que criminal es el
propio Estado. Según ONU Mujeres, la Agencia de las Naciones Unidas para
la Igualdad de Género y el Empoderamiento de la Mujer, la violencia de
género «se refiere a aquella dirigida contra una persona en razón del
género que él o ella tiene así como de las expectativas sobre el rol que
él o ella deba cumplir en una sociedad o cultura». Estaremos de acuerdo
entonces en que obligar a una persona a vestir de determinada
manera, castigarla por no hacerlo y discriminar a un colectivo por su
religión, son elementos constitutivos de delitos contra tres derechos
fundamentales: la libertad religiosa, el derecho al libre desarrollo de
la personalidad así como a la libertad de expresión, entendiendo que esta mujer está siendo censurada por transmitir unas ideas a través de su vestimenta.
Las playas se diferencian de otros espacios públicos por su carácter
lúdico y gratuito, lo que permite toda una extravagancia hoy día: la
convivencia de personas de diferentes clases sociales, edades, género,
etnias y nacionalidades. Y lo hacen acarreando cada una de ellas sus
costumbres, gustos y prejuicios. Cas que cargan con una casa a cuestas
compuesta por sombrillas, neveras, tumbonas y juguetes, conviven con las
que bajan solas con una toalla y un libro; la abuela que no sabe nadar y
que, como la mía, acompaña vestida a los nietos que sólo ve en verano,
con los más adinerados que se pueden pagar una tumbona y una sombrilla
mientras reciben un masaje y beben un daiquiri al lado del chiringuito;
las monjas que tampoco se desvisten, con los jóvenes disfrazados de
becerros que terminan su despedida de soltero con un baño en el mar. Ésa es una de las riquezas fundamentales de la playa, un espacio en el que hay que saber convivir con “otros”
con los que normalmente no podemos coincidir ni compartir nada en una
sociedad donde la mayor parte de los espacios públicos y de ocio se han
privatizado y, por tanto, restringido a una parte de la sociedad.
Tampoco deberíamos olvidar que en muchas regiones, como en
Centroamérica, la mayoría de las mujeres de clases populares se bañan
vestidas cuando van al mar, porque es su forma de concebir este ocio y
porque además, un traje de baño es un artículo de lujo que ni siquiera
se vende en muchas aldeas. ¿Les prohibiremos también a ellas bañarse
como quieran en nuestras playas?
El llamado “burkini” nació hace una década en Australia como un
instrumento para fomentar el disfrute de las mujeres musulmanas de la
playa y, por ende, de sus hijos, favoreciendo así también su integración
en un escenario tan cotidiano para la sociedad australiana como el mar.
De hecho, se fomentó igualmente la incorporación de mujeres musulmanas como socorristas para incidir de esta forma en la normalización de su participación en la sociedad.
Frente a esto, la prohibición de una docena de ayuntamientos
franceses de ir vestida a la playa si eres musulmana –medida apoyada
explícitamente por el primer ministro francés, Manuel Valls– fomenta la
segregación y abre la puerta a que terminen abriéndose piscinas
específicas para quienes quieran disfrutar de las caricias del agua con
más ropa de la aceptada por estas normativas.
El ya desgastado lema identitario francés de “Liberté, egalité y
fraternité” se ve de nuevo mermado con unas medidas sustentadas en una
islamofobia que sólo hace reforzar el mensaje del tan temido Estado Islámico:
‘¿Veis como no os respetan, como odian el Islam, como nunca os llegarán
a considerar unos verdaderos franceses, unos verdaderos europeos?’.
Políticas como ésta sólo sirven para seguir criminalizando y
estigmatizando a toda una población que lleva décadas soportando
silenciosamente la xenofobia en nuestros países. Y a la que ahora,
además, no se les permite bañarse como quieran en las orillas de un mar
que nosotros, los europeos –y no ningún grupo islamista radical–, hemos
convertido con nuestras políticas de cierre de fronteras en una enorme
fosa común. Esta Europa no hay quien la defienda.
Seguimos con el burkini
www.pikaramagazine.com José Luis Serrano 16/09/2016
Hemos hablado de racismo, machismo y homofobia pero, ¿hemos hablado lo suficiente sobre la teofobia?
A veces leemos, pero no leemos lo que está escrito, sino lo que
creemos que está escrito. Les rogaría un ejercicio de esfuerzo para leer
lo que escribo en este caso. No estoy hablando del burka. No estoy
hablando de la ablación. No se trata de relativismo cultural: hay
costumbres bárbaras e inadmisibles en muchas culturas (sí, en la nuestra
también). Hay otras costumbres que no son tan bárbaras pero
quizá son sexistas, poco saludables, poco higiénicas o poco seguras.
Personas de otros países piensan que nosotros tenemos algunas de esas
costumbres. Les daría una lista, pero quizá sea mejor que hagan
ustedes el ejercicio de repensar cada una de las cosas que hacen desde
que se levantan bajo un punto de vista extraterrestre y las apunten (ya
les digo: cosas bárbaras, sexistas, poco saludables, poco higiénicas y
poco seguras). Verán que risa.
Ya se imaginan que todo esto viene al caso del tema del verano:
burkini sí, burkini no. No creo que tenga que convencer a nadie de que
la prohibición del burkini en playas y piscinas europeas es un ejercicio
de machismo y de racismo (de fascismo en el fondo). Como tampoco creo
que tenga que convencer a nadie de que es igualmente despreciable la
obligatoriedad de su uso. Les repito: no estoy hablando del burka ni de
ninguna otra prenda que oculte el rostro, que no solo atenta contra la
seguridad sino contra lo que es propio de una persona, lo que la
caracteriza sobre todo lo demás. Pero prohibir un bañador que
encubra el cuerpo o un pañuelo que tape el pelo, si no se prohíben a su
vez otras prendas similares tanto en hombres como en mujeres (gorras,
pamelas, camisetas, pantalones, trajes de neopreno), es racismo.
Punto pelota. Además, ¿qué atenta más contra los derechos humanos, ir
vestido o desnudo bajo el sol en pleno verano, taparse la cabeza o no
tapársela?
Si esta preocupación por los derechos de las pobres mujeres
musulmanas fuera real, alguien se preocuparía también de gastarse el
dinero y contarles a esas mujeres que en un Estado de derecho como el
nuestro (perdón por la carcajada) cada uno es libre de ponerse la ropa
que quiera y que existen mecanismos para que, si están siendo obligadas a
llevar esas prendas, puedan denunciar los malos tratos sufridos.
Lógicamente habría que hacer lo mismo con cualquier otra prenda de ropa
que sea sexista o que consideremos que no ha sido libremente elegida:
pendientes, faldas, tacones, pantalones, sujetadores, calzoncillos, ropa
de marca, ropa de Alcampo…
Y ahora es cuando me meto en el jardín, que es lo que a mí me gusta.
Porque si bien más o menos hay un consenso entre la gente que me rodea
de que la prohibición del burkini es racista, se habla mucho menos de
que lo que realmente molesta a los que abjuran de ese tipo de prendas
con connotaciones religiosas no es que las mujeres estén oprimidas, sino
que sean religiosas. No quieren quitarles el velo, quieren quitarles su religión. Se llama teofobia.
No es ateísmo: el ateísmo es un sentimiento lógico y normal, casi se
atrevería uno a decir que es lo lógico y lo normal. La teofobia es otra
cosa. Y también es otra cosa el laicismo. Y el laicismo no es prohibir
el burkini en una playa.
Hay algo que se llama sentimiento religioso que muchas personas
tenemos y que forma parte de lo que somos. Otras personas no lo tienen.
Yo sería musulmán, hindú, judío, budista, pero soy católico (a mi
manera: me quedo con lo que me da la gana y reniego de la jerarquía). Y
si ustedes creen que ir a una playa, ir al Mercadona, comer en un
restaurante o ir a misa es algo público y yo no puedo hacer
“ostentación” de mi sentimiento religioso en un espacio público,
entonces tenemos un problema. ¿Se acuerdan de la homofobia
liberal, esa que dice que “yo no tengo problema con los homosexuales,
siempre que yo no los vea”? Pues es el mismo caso. No hay nada
más privado que ir con mi marido por la calle de la mano, ni nada más
privado que ir a bañarme a una playa con la ropa que me sale del coño. Y
todo el resto es racismo y machismo, homofobia y teofobia.
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